Artículo de opinión de María José Pérez Salazar, portavoz del grupo municipal IU
El primer acto de comunicación de la vida humana comienza con el llanto. Así expresamos el hambre, el frío, el sueño o el dolor. En algún momento, en el transcurso hacia el nacimiento de la conciencia, aparece la palabra y, a través de ella, podremos articular frases, transmitir deseos, necesidades, sensaciones, sentimientos o vivencias. Es la palabra la que empieza a separar, a crear, a afirmar la diversidad, la conciencia y la identidad. La palabra le da un significado a la existencia del ser humano, es la imagen de su ser interior, el resultado de la dinámica de sus diálogos internos y nuestra principal tarjeta de presentación.
Por tanto, el valor que demos a nuestra palabra definirá quiénes somos y cómo nos relacionamos con los demás; definirá nuestra credibilidad, nuestra moralidad y el grado de confianza que merecemos.
Decía Kant que “a palabra dada manifiesta la capacidad humana de afirmarse, a pesar de todas las coacciones materiales”. De igual modo, Chesterton, afirmaba que “el hombre que hace una promesa se cita consigo mismo en el futuro, si bien, cuando llegue ese momento, será otra persona diferente, que no se reconocerá con el que se ha comprometido”. No hay nada más indigno que no mantenerla.
Hasta no hace mucho, si tenías palabra eras una persona de honor, una persona confiable en todos los sentidos. Qué tiempos aquellos en los que los negocios se cerraban con un apretón de manos, las promesas se cumplían y coincidían pensamientos, palabras y obras. Está claro que la virtud de la coherencia no pasa por su mejor momento. El valor de la palabra dada cotiza claramente a la baja, máxime en la escena política, donde suenan vacías y la deslealtad hacia ellas es tan indecente como insolente.
Ahora la palabra no vale nada, nadie firmaría un compromiso con un simple apretón de manos y los acuerdos se deshacen como un azucarillo en el agua si a alguno de los intervinientes le interesa, por disponer de un acuerdo más ventajoso para sus intereses acaecido más tarde. Sólo lo escrito, firmado y ante un fedatario público tiene valor y en muchas ocasiones ni eso se respeta. Increíble. ¿Cuántos no faltan a su palabra tras unas negociaciones con tal de conseguir, a cualquier precio, su personal objetivo? Si de forma sistemática incumplen su palabra, ¿con qué autoridad moral pueden pedir que se confíe en ellos? Con ninguna. Porque han dejado claro que, cuando se prioriza las ansias de poder, es muy difícil encontrar honor. Ese honor que da el cumplimiento de la palabra dada.