La huelga general del 14N fue un éxito en cuanto a seguimiento e impacto en la actividad económica. Pero no sólo. Durante la jornada de huelga ocurrieron en nuestra ciudad hechos inéditos, esperanzadores, señales de que la balanza política parece inclinarse, ahora sí, del lado de los que hasta ahora habían soportado la crisis con estoicismo y silencio.

 

Quizás sea que al común se le ha acabado la paciencia, que su situación amenaza ruina o que el personal se niega a que le bajen más peldaños en la escalera de la degradación social.
Por eso suenan a rechifla los anuncios gubernamentales de lucecitas al final del túnel, brotes verdes, cambios de tendencia y demás poltergeists. Cada vez que algún cuate del gobierno anuncia el advenimiento, crece la irritación del que se siente engañado e injuriado por la paparrucha cruel del que no tiene vergüenza ni la cató.
Vayamos a los hechos. Los polígonos pararon de manera casi completa, sin conflictividad y sin necesidad de explicaciones adicionales al trabajador que aún duda sobre secundar la huelga o no, que decrece en número. La actividad logística y de transportes se redujo a lo mínimo. En las grandes fábricas el seguimiento fue completo. La mitad del pequeño comercio, reacio por mentalidad a secundar paros, se sumó a la huelga al comprender que un pueblo de parados y de gente pobre no consume, no va a sus tiendas a comprar, pide fiado y no paga. En la enseñanza el seguimiento fue muy importante, mayor cuanto más se sube de curso, alcanzando en los institutos cifras en torno al 80%. A pesar de unos servicios mínimos abusivos decretados por el señor Bellido, la actividad en el Ayuntamiento fue residual. Muy pocos trabajadores y menos ciudadanos realizando gestiones. Ambiente, en definitiva, de domingo, un miércoles que será recordado como el día en que el gobierno de Rajoy empezó a perder a chorros el apoyo de sus votantes.
A esta primera señal esperanzadora se unió otra. La concentración convocada a mediodía por los sindicatos, frente al Ayuntamiento, concitó una asistencia numerosísima. La Plaza de la Constitución se quedó chica y la concentración se transformó de manera espontánea en una marcha de unas 500 personas que recorrieron las vías principales del municipio. Padres, madres, niños, mayores, jóvenes, gentes de toda condición e ideología, reclamaron en su pueblo que quieren un pueblo con futuro, para continuar con sus vidas sin cortapisas ni miserias. Se comprueba que la crisis ha afilado el sentimiento social. Hay hambre de protesta y sed de participación, también en nuestra ciudad.
Y por la tarde, en la capital, se celebró una manifestación que pasará a la historia de las manifestaciones de Guadalajara por el número de participantes, que no bajó de diez mil, como los protagonistas de la Anábasis, pero sin ser de retirada sino de vanguardia de lo que está por venir.
Cada vez más gente se echa a la calle a reclamar lo que los gobiernos e instituciones no conceden. No es que las manifestaciones no sirvan para nada, sino que las manifestaciones reflejan que las instituciones están bloqueadas, sordas y ciegas, que no defienden a los ciudadanos y no suscitan adhesión en aquellos a los que dicen representar. Las calles se llenan porque las instituciones están desbordadas. Y quizás se desborden las calles si no se remedian los males que nos carcomen. Hasta la roca más dura cede a la erosión del agua. Es cuestión de tiempo.
Como la realidad es tozuda, los venales gaceteros andan cabizbajos. ¿Qué ha sido de la pirotecnia mediática con la que nos abrumaban en protestas anteriores? De los elogios hiperbólicos al régimen han pasado al silencio, no sin hacer parada previa en la mentira servida bajo la forma de forraje periodístico. Triste camino el recorrido por los plumillas que se vendieron por un plato de lentejas o que traicionaron la deontología básica por motivos nimios que importan un pimiento.
Hace casi cuatro mil años se produjo la primera huelga de la que tenemos noticia. Antes hubo otras, seguro, porque al hombre primitivo, como al moderno, no le faltaban razones para cruzarse de brazos ante la explotación del más fuerte, maldición perpetua del género humano. Pero de ellas no sabemos nada, porque no quedó memoria de su existencia o porque su registro duerme oculto en la oscuridad de los tiempos.
El testimonio de esa primera huelga se encuentra en el Papirus de Turín, estudiado por los egiptólogos Chabas y Maspero. El documento relata que los trabajadores de todos los oficios que estaban al servicio de un templo en la necrópolis de Tebas, hartos de pasar hambre e instigados por sus mujeres, pidieron al gobernador de la ciudad mejores condiciones alimenticias para continuar trabajando: dos galletas al día suplementarias, nada menos. La demanda de los obreros era lapidaria: no se puede trabajar con el estómago vacío. El gobernador, un tal Psaru, se negó a atender la petición y los trabajadores se vieron forzados a declararse en huelga. Ramsés II, conocedor de los hechos, mandó ahorcar a los cabecillas. Pero sus mujeres lograron audiencia real y el faraón se apiadó de los condenados perdonándoles la vida.
No sabemos si esta primera huelga tuvo éxito a efectos nutricios, si los trabajadores consiguieron las dos galletas suplementarias, si el gobernador siguió en su puesto o si todas las cabezas continuaron sobre sus respectivos hombros, incluidos los indultados por el faraón. Pero lo que sí sabemos es que esta huelga demuestra que desde que hay explotación, al explotado no le queda otra, cuando la explotación resulta intolerable, que declararse en huelga para reivindicar su vida y sus derechos frente a quienes le niegan lo elemental (salario y descanso), que son los explotadores.
La huelga es desde el origen de los tiempos un instrumento de defensa del explotado frente al explotador. Así ha sido y así será. La huelga es tan vieja como la humanidad organizada y los argumentos contra ella son igual de antiguos.
Por mucho que los émulos de Psaru, gobernador de Tebas, nos martiricen con lo de que la huelga es una antigualla, no debemos dudar de su eficacia. La jornada de ocho horas, las vacaciones pagadas, el sufragio universal, la abolición del trabajo infantil, el seguro de vejez o la semana laboral de cinco días se consiguieron gracias a huelgas y otras protestas. La historia demuestra que no hay derechos sin lucha y que sólo se gana lo que se conquista.
Las huelgas de hoy son de resistencia, para no perder lo ganado. Son huelgas de defensa. Por eso están más justificadas que nunca y por eso los privilegiados quieren ponerlas fuera de la ley. No lo consintamos.