En fecha tan simbólica como el 23F, fueron convocadas manifestaciones en unas treinta ciudades de España para defender los servicios públicos y la democracia, siendo la más multitudinaria la de Madrid.
Los convocantes, formados por sindicatos, organizaciones de la sociedad civil, colectivos ciudadanos y demás damnificados por la crisis, hartos de cumplir un guión en el que siempre acaban desangrados por una estocada traicionera, se echaron de nuevo a la calle para reivindicar los derechos y las libertades constitucionales, en peligro tanto o más que hace treinta y un años, aunque el enemigo resulte ahora más esquivo y no dé tanto la cara.
Desde que estalló la crisis la protesta social se ha convertido en cotidiana, porque es parte de la vida misma el destrozo que el hundimiento de la economía provoca en millones de ciudadanos. Nadie lleva ya la cuenta del número de manifestaciones, concentraciones, sentadas, firma de manifiestos y otros actos de protesta provocados por la crisis y por las decisiones del gobierno, al que le traen al pairo las reivindicaciones populares excepto para denigrarlas o cachondearse de quienes participan y simpatizan con ellas.
Lo que se ventila en las calles es cómo construir un régimen democrático por y para los ciudadanos, una vez comprobado el empeño de los gobernantes actuales en destruir los pactos constitucionales básicos.
Decía Victor Hugo, al referirse al pueblo español, que sólo le han faltado dos cosas: saber prescindir del papa y saber pasar sin rey. Hoy sabemos que al pueblo español le importan poco ambas cosas, aunque debería convencerse de otra, la de que no hay más soberano que él.