Con la excusa de la crisis el gobierno anuncia una reforma de la administración local que supone el fin de la autonomía política local (que es un principio amparado por la Constitución), así como la puerta al desmantelamiento de las políticas sociales municipales, siendo que una parte de ellas desaparecerá y la otra se convertirá en un negocio privado.

Pero no sólo, con ser grave lo dicho. Minorar los Ayuntamientos hasta convertirlos en sucursales del gobierno central, a través de las redes de delegados y subdelegados, es acabar con la democracia local, lo cual se logrará también reduciendo el número de concejales hasta dejarlo en un nivel que impida la representación o, si con todo lo anterior no basta, cambiando las leyes electorales.

En la España de la crisis emerge la sombra de los gobernadores civiles con mando en plaza, los cuales requieren para actuar a sus anchas alcaldes de pacotilla nombrados a dedo sin más función que desfilar en las fiestas patronales.

Mientras lamina a los Ayuntamientos, el PP engrandece a las Diputaciones, instituciones hiperdemocráticas caracterizadas por una gestión escrupulosísima del dinero público en las que han anidado personajes tan ejemplares como los imputados Fabra y Baltar, merecedores de estatuas, ovaciones y meriendas colosales.