Esta semana comienza el puro trámite parlamentario de apuntillar a los ayuntamientos.

Decimos trámite y apuntillar porque esto es exactamente lo que va a ocurrir en la cámara baja, que los 186 diputados del PP votarán como una sola persona contra los consistorios y a favor de las diputaciones, porque en nuestro Congreso, simulacro desgraciado de cámara representativa, cuando hay mayorías absolutistas ni se parlamenta ni se escucha el razonamiento ajeno, sino que se acata la orden que viene de arriba, untuosamente, como se espera de los que acumulan méritos para coronar listas electorales, primer paso hacia el escaño. Y si esto es lo que pasará en el Congreso, qué esperar del Senado, cámara redundante y eco, a la que habría que encontrarle con urgencia un uso más digno que el de conservar en salmuera a próceres, mandamases y otros muertos en vida que reposan en sus butacas como recompensa a cuatrienios de obediencia y plegamiento.

En la cuestión municipal el PP obra del único modo que sabe: imponiendo los diputados y senadores que consiguió fraudulentamente en una campaña engrasada a título presunto con dinero negro y en la que prometió el cúmulo de mentiras más grande jamás contado.

Ocupado el poder político y judicial hasta el último intersticio, el PP no se ha puesto a gobernar sino a desconstitucionalizar y demoler a golpe de pragmática el sistema político, mutándose en poder constituyente que cambia las reglas y la naturaleza de las instituciones, y que adultera también los procedimientos, garantías, derechos y libertades sin mandato ni legitimidad para hacerlo.

El PP justifica la puntilla a los consistorios con la promesa de la baratura y para frenar el despilfarro, cuando ninguna de ambas cosas se logra achicando la autonomía local, por mucho que el planteamiento prenda en una ciudadanía ingenua cansada de depredaciones y mentiras.

De poco sirve ya al debate exponer las cifras de la deuda municipal para comprobar si está desbocada o no, porque los ayuntamientos han sido sentenciados por este gobierno, deban mucho o poco, no así las diputaciones, por más que sus balances no sean mejores que los municipales, lo cual indica el color del paño de la reforma.

No obstante, el hecho de que difundir las cifras de la deuda municipal no lleve a un cambio no es razón suficiente para guardarlas sino acicate para ofrecerlas, porque la verdad ni prescribe ni se somete a la conveniencia.

La deuda de los ayuntamientos no llega al 4’5% del total de la deuda pública, siendo la administración más endeudada la central (más de 800.000 mil millones), después la autonómica (193.296 millones de euros) y, finalmente, la municipal (43.153 millones), incluido el ayuntamiento de Madrid que acumula una deuda de 7.389 millones de euros.

Todo lo que deben los 8.000 ayuntamientos de España es menos que lo que recibieron del presupuesto público tres cajas arruinadas (Bankia, Caixa Catalunya y Novagalicia)  por unos directivos que en justa compensación a sus merecimientos han recibido pensiones, pluses, bonus, retiros y ofertas laborales ubérrimas que son envidia y pasmo del hombre común y mortal.

Es evidente que al PP no le importa el despilfarro excepto como coartada para cambiar la naturaleza de los consistorios y de lo que se le ponga por delante y le moleste. La prueba es que lleva muchos años gobernando en los ayuntamientos más manirrotos y corruptos del país dando amparo, aplauso y premio a sus regidores, siendo el caso más notable el de Madrid, capital quebrada del reino y ciudad que por sí sola debe casi el 20% del total de la deuda de los municipios españoles. No le van a la zaga Alicante, Castellón y Valencia, ni los numerosos ejemplos de municipios madrileños corrompidos por la trama Gürtel, o Málaga, Cádiz, Huelva, Santiago de Compostela, Alcalá de Henares y nuestra vecina Alovera, lista que se ofrece sin ánimo de exhaustividad y que animamos a completar a los lectores si disponen de tiempo y ganas.

No importa, por tanto, que la administración municipal contribuya muy poco a la deuda pública para cargarle toda la culpa de la deuda nacional, que es la suma de todas las deudas públicas y privadas.

Clarea por tanto la sospecha de que el gobierno de Rajoy le tiene tirria a los ayuntamientos, lo cual se alimenta de varios motivos, no siendo el menor que el PP sabe que la derrota en las elecciones generales suele venir precedida, como el rayo que anuncia al trueno, de un fracaso en las municipales y autonómicas, y que desde ayuntamientos y autonomías puede constituirse un contrapoder a un gobierno central absolutista. Como el bajón en los comicios del año 2015 parece inevitable, el PP cambia las leyes electorales a su antojo y empequeñece y desnaturaliza los ayuntamientos que son, no se olvide, la única institución capaz de albergar la democracia participativa. El PP trata de hacer irrelevante lo que no puede ganar con los votos, aunque para ello tenga que atropellar la democracia, las elecciones, el principio de representación y el derecho de los ciudadanos a que se les atienda como merecen por la administración más cercana y competente. El PP está dispuesto a hundir el barco para quedarse con los salvavidas, en claro ejemplo de cómo entiende el patriotismo un partido que le ríe las gracias a sus alcaldes y concejales franquistas.

Si los ayuntamientos dejan de ser entes políticos y se les quita la posibilidad de proteger ciertos derechos sociales (especialmente en educación, empleo y atención a los necesitados) aunque dispongan de presupuesto para hacerlo, el resultado es que los derechos sociales desaparecen o se privatizan, a lo que se une que la democracia local y los desamparados se van por la cañería.

¿Para qué convocar elecciones municipales si la capacidad de decisión de los consistorios va a quedar reducida a las cenizas de elegir el color de las papeleras o fijar el horario del cementerio? Volvamos cuanto antes al criterio digital como procedimiento de designación de alcaldes, como hacía Franco a través de los gobernadores civiles, de tan grato recuerdo.

Los derechos sociales que sostienen los ayuntamientos se van a evaporar porque las diputaciones no tienen medios para asumirlos y, tampoco, las comunidades autónomas. Además, en el caso de las diputaciones no es baladí que no sean elegidas por los ciudadanos y que tiendan a convertirse en covachuelas del mangoneo caciquil y del nepotismo que practica las ventajas de la filogenitura.

Apañados vamos si la nueva arquitectura institucional que nos ha de salvar descansa en las diputaciones, celacantos de la administración donde medran dinastías corruptas capaces de dejar tamañitas a las mismísimas estirpes coreanas.

Se dice que Baroja, en su lecho de muerte, se lamentó de que se iba de este mundo sin haber entendido para qué sirven las diputaciones provinciales. Es una lástima, porque Rajoy le habría resuelto la duda si hubieran coincidido en el tiempo: don Pío, las diputaciones sirven como refugio para los míos y emboscadura para practicar el vandalismo institucional.

Recordemos, además, que la destrucción de la autonomía municipal es una imposición del Banco Central Europeo, como tantas otras órdenes que el gobierno ejecuta sin rechistar.

La jibarización de los ayuntamientos y la manipulación del sistema electoral para hacerlo aún más mayoritario y bipartidista por la vía de la reducción del número de diputados son esa clase de cambios que pasan inadvertidos o que, incluso, cuentan con la simpatía de una parte de la opinión pública, pero que una vez en vigor menoscaban los derechos de las personas y dañan irremediablemente a la democracia.

Consistorios jibarizados, alcaldes pelele y concejales prescindibles. Esto es lo que quiere Rajoy.

Nota adicional: si los diputados del PP acatan siempre las órdenes procedentes de la planta quinta de la sede de Génova muestran tres cosas. En primer lugar, que sobran, porque no hacen falta 186 para hacer el trabajo de uno solo. Después, que el hecho de ser elegidos por una provincia es tan irrelevante como si lo fueran por el sistema solar, porque es evidente que sus señorías no representan a sus electores sino a los jefes de su partido. Finalmente, la genuflexión constante ante la dirección oligárquica revela que el mandato representativo que invoca el diputado popular es una mentira que se mantiene con el único fin de preservar el privilegio judicial, siendo mucho más exacto decir que los diputados y senadores del PP se someten al mandato imperativo hacia sus superiores, por más que tal cosa esté prohibida por la Constitución.